martes, 2 de marzo de 2010

Oculto bajo el sostén

Las verdades impepinables acaban por imponerse, hijo.
Puedes tratar de enterrarlas bajo una montaña de mentiras o hundirlas en el fondo de un océano de falacias, pero más tarde o más temprano salen a la luz, y lo hacen con tal fuerza que son capaces de dejar en bragas a quien intente negarlas.
Ayer mis nietas se quedaron en bragas. Mi hija se quedó en bragas. Mi madre (que en paz descanse la pobre) se quedó en bragas. Hasta el perro y el gato se quedaron en bragas.
Porque por fin se descubrió que, en contra de la creencia popular:
¡No soy mala persona!
Yo siempre lo he sabido, claro, pero ahora tengo una prueba que lo demuestra. Una radiografía que me hicieron en contra de mi voluntad (qué vergüenza sacar fotos de una anciana desnuda) en la que puede apreciarse que tengo un gran corazón.
Uno enorme, de hecho. Tan tremendo que casi no me cabe en el pecho y apenas si lo cubre mi sostén. Lo cual significa, hijo, que no sólo soy buena sino mejor que el resto de la gente.
Por desgracia, ser muy bueno es muy malo.
Dice mi médico que algunas personas fallecen por este motivo, (ya se sabe que Dios tiene por costumbre llamar a su lado a los mejores) y que puede tener nefastas consecuencias para la salud.
Pero no es mi caso.
Yo no me voy a morir, hijo. Aún no, al menos. Al parecer mi lado puñetero ha conseguido contrarrestar los efectos negativos de mi gran corazón. Lo cual son buenas noticias para mí y malas para el resto, porque eso significa una cosa: que esta vieja pelleja seguirá dando la lata durante mucho, mucho tiempo. Y lo hará con ahínco y saña para retrasar en lo posible su viajecito al Cielo.

lunes, 22 de febrero de 2010

10 razones para odiar a los viejos

1. Huelen raro. Como a podrido. Como a cerrado. Como a viejo. Como si mezclaras colonia de esa que viene en botes de cinco litros, con antipolillas y pis de gato.
2. Son muy feos. Y están muy arrugados. La piel les cae por todas partes, están llenos de manchas, no tienen dientes y el pelo les crece en lugares insospechados.
3. Tienen mal genio. Muy mal genio. Muy, muy, muy mal genio. Hacen siempre lo que les viene gana, no aceptan órdenes de nadie y se cabrean en cuanto les llevas la contraria.
4. Se colan en el súper. Y lo hacen sin disimular, con todo su morro, sabiendo que nadie se lo va a echar en cara porque son mayores. Y pobre del que se atreva a reprochárselo, porque lo harán parecer un desalmado.
5. Son raros. Raros, raros, raros. Se ponen bolsas de plástico en la cabeza cuando llueve, se suenan los mocos con pañuelos de tela y llevan los bolsillos llenos de cosas extrañas: clips, monedas de antes de la guerra, palillos, caramelos de caducidad sospechosa...
6. Si les cabreas te zumban con el bastón. O con el bolso. O con el andador. O con lo que tengan a mano, porque como han perdido fuerza tienen que valerse de armas alternativas. Y lo hacen con saña.
7. Repiten siempre lo mismo. Y la culpa no es del alzheimer. Lo hacen a sabiendas. Para molestar. Porque les encanta oír su voz y dar la lata. Para que te quede bien claro que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
8. Se creen muy listos. Pero no lo son. Tal vez tengan más experiencia, pero el que era tonto a los veinte lo sigue siendo a los ochenta. Y muchos que eran listos a los veinte se han idiotizado con el correr de los años.
9. Andan muy despacio. Especialmente, en las calles estrechas o cuando cruzan pasos de peatones. En esos lugares incluso pueden llegar a detenerse por completo, provocando atascos y embotellamientos.
10. Son muy aburridos. Sólo saben jugar al mus, ver telenovelas, hacer ganchillo y vigilar que los obreros de la construcción no les planten una réplica de la torre de Pisa frente a su casa.

¿Entiendes ahora por qué no quiero ir a la residencia, hijo? ¿Te imaginas qué sería de mi vida si tuviera que pasar las veinticuatro horas del día rodeada de viejos?
Yo me quedo en casa, porque mis nietas serán unas zorras pero rebosan juventud. Y dicen que todo se pega, ¿no?

domingo, 14 de febrero de 2010

Mi regalo...

... para los feos.

Para los que están en paro.

Para los desmemoriados.

Para los que se han puesto a dieta.

Para los tacaños.

Para los que son alérgicos a las flores.

Para los amantes del olor corporal.

Para los que no saben dónde comprar una tarjeta.

Para los diabéticos.

Para los que sienten fobia a los osos de peluche.

Para los poco imaginativos.

Para los que nunca han pisado El Corte Inglés.

Para los recién divorciados.

Para los que llevan cuarenta años casados.

Para los que nunca han estado enamorados.

Para todos vosotros.

Para ti, hijo, sobre todo para ti.

Me he cargado a Cupido, así que ya no hay necesidad de celebrar el estúpido día de San Valentín.

martes, 9 de febrero de 2010

El manjar de los Dioses

Antes, yo era la reina del ganchillo.
Mi casa era el paraíso de los mantelitos de ganchillo.
Mis nietas llevaban jerséis de ganchillo, calcetines de ganchillo, vestidos de ganchillo y bragas de ganchillo.
En lugar de manos, tenía una máquina bien engrasada capaz de fabricar objetos de ganchillo a una velocidad de vértigo. Me dabas un ovillo de algodón y en un periquete lo convertía en un bolso. O una sobrecama. O una funda para el sofá.
Pero luego llegó la vejez. Y la artrosis. Y la desidia. Y dejé los trabajos de costura para convertirme en una experta en telenovelas.
Siempre pensé que sería como montar en bicicleta, que mis manos sabrían qué hacer en cuanto tocaran una aguja.
Pero no. La amnesia es definitiva. Y yo necesito recuperar mis superpoderes.
¿Para qué?
Para hacer algo que nunca he hecho antes. Para tachar de mi lista “Cosas que no haré antes de morir” el punto número 17.
Ponerme un disfraz de carnaval.
Y como estamos en crisis y mi pensión no da más de sí, me lo tengo que confeccionar yo misma.
Mi nieta la emancipada quería regalarme uno. Pero la conozco y seguro que me habría comprado un traje de enfermera putón, o bombera putón, o pirata putón, o vaca putón (que ya me dirás qué clase de mente depravada puede haber diseñado un vestido semejante).
Pero ya he decidido cuál va a ser mi primer disfraz de carnaval.
Iré de huevo frito.
Sencillo, barato, sabroso. Perfecto.
Aunque si no recupero mis habilidades sobrenaturales en el venerable arte de la costura antes del sábado, tendré que conformarme con ir de tortilla francesa.
Sea como sea, no faltará una diadema con patatas fritas.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Fría y en bandeja de plata

11 días.
264 horas.
15840 minutos.
950400 segundos.
Podría seguir contando. Podría seguir poniendo ceros, pero se me ha estropeado la calculadora y usando los dedos tardaría una eternidad que no tengo.
El caso es que once días en la vida de una anciana son muuuuucho tiempo. Son como 77 días en la vida de una persona que no ha alcanzado la edad de jubilación. Porque el tiempo pasa volando mientras maduras pero, cuando te acercas al final, se estira y ralentiza y los minutos se convierten en horas y las horas en días y los días en... bueno, ya me has entendido ¿no?
Así que podría decir que han pasado un par de meses.
2 meses desde la última vez que tuviste noticias mías.
¡¡¿¿Y acaso te has preocupado por mí??!!
No, claro que no.
Ni siquiera he recibido una mísera llamada interesándote por mi bienestar. He estado once días postrada en cama, aislada del mundo, padeciendo una horrible sequedad ocular y tú ni siquiera me has mandado unas flores.
Quién sabe. A lo mejor se perdieron por el camino. Y tal vez el cartero, que me odia desde aquella vez en que le eché al perro, me robó la postal que me enviaste. Y quizá el chico de la pastelería se comió los pasteles que habías encargado para mí antes de entregármelos.
¡¡O a lo mejor lo que pasa es que eres el peor nieto de mentirijillas del mundo!!
Y pensar que llegué a soñar que te presentabas en mi piso con tu brillante armadura y derribabas mi puerta para asegurarte de que mis nietas, las de verdad, no me habían encerrado en una residencia.
La culpa es mía, claro, por dar siempre más de lo que recibo. Pero que sepas que, aunque soy una abuela y mi amor es incondicional...
¡Ésta te la guardo!
Así que vigila tus espaldas, chico, porque saltaré sobre ti cuando menos te lo esperes.
Mis venganzas siempre se sirven frías. Preferiblemente acompañadas de un buen pedazo de pastel.

viernes, 22 de enero de 2010

El rival más débil

No es ningún secreto que no me gusta ir al médico. ¿A que no, hijo?
Mis nietas pueden dar fe de lo complicado que resulta sacarme de casa cuando tengo que ir a hacerme alguna revisión. Me agarro como una lapa al sofá y tienen que tirar entre todas para conseguir soltarme. Y luego se ven obligadas a llevarme en volandas hasta la consulta porque mis pies se niegan a dar un solo paso.
Mi aversión no se debe al hecho de que el doctor que me han asignado en la Seguridad Social pasó sus años de universidad en una borrachera perpetua y no es capaz de diferenciar el corazón del bazo.
Tampoco tiene que ver con que cada vez que pongo un pie en el ambulatorio me encuentran algo y añaden una pastillita más a las que me tengo que tomar todos los días.
No me gusta ir al médico porque odio los concursos y odio perder. Y cuando tienes 84 años y te ves obligada a pasar más de diez minutos en una sala de espera puedes estar segura de que la mujer que se sienta a tu lado es una rival y de que el juego está a punto de comenzar.
Porque después del “Buenos días” de rigor se girará y me dirá:
-Yo vengo para que me miren porque me operaron de cataratas el año pasado.
Y yo me veré obligada a responder:
-Yo llevo operada ya siete años.
Y ella atacará:
-Pues a mí hace siete años me quitaron parte del colon.
Y yo me defenderé:
-Pues a mí me lo quitaron hace ya diez años (¡Mentira! ¡Mentira!).
Y ella insistirá:
-Pues yo me operé de una hernia a los cuarenta.
Y yo contraatacaré:
-Y yo de un quiste a los treinta.
Y ella me dará un golpe sorpresa:
-Pues a mí a los veintidós me tuvieron que vaciar enterita.
Y yo trataré de recuperarme:
-Y a mí a los quince estuvieron a punto de cortarme el dedo gordo del pie por una infección.
Pero ella me vencerá al decir:
-Pues yo me caí de un cuarto piso a los siete años y me rompí todos los huesos del cuerpo y me pasé varios meses en coma y casi me muero.
Y yo pensaré: “Pues es una pena que no te murieras del todo. Así me habría ahorrado toda la conversación”. Y también la derrota. Porque no se puede competir con eso. Y entraré en la consulta y el alcohólico de mi médico me dará el premio de consolación: un caramelito, un palito de madera (que dice mi nieta la emancipada que se llama depresor lingual) y cuatro nuevas pastillas más.
El martes tengo cita pero no pienso ir. Ya me estoy afilando las uñas para conseguir una mayor sujeción al cojín del sofá.

miércoles, 13 de enero de 2010

Toc, toc, toc...

Alguien dijo una vez: “El número de tontos es infinito”.
No sé si fue Cervantes o Dios. Tal vez fui yo, pero el caso, hijo, es que a esa frase, para convertirla en una verdad absoluta, habría que añadirle: “Y la gran mayoría vive en el mismo edificio que doña María”.
Te lo demostraré.
8:30 de la mañana.
Salgo de casa. Cojo el ascensor. Me miro en el espejo y me doy cuenta de que se me ha olvidado peinarme. Con una mano me atuso el cabello y con la otra pulso el botón. Antes de conseguir domar la cresta que me ha salido en la cabeza, llego a mi destino y me bajo.
Me planto frente a la puerta de mi hija y llamo con los nudillos.
No me abre nadie.
“Demonios. Ya están fingiendo otra vez que están dormidas.”
Meto la llave en la cerradura pero no consigo hacerla girar.
Oigo movimiento tras la puerta, pero mis nietas siguen sin abrir.
“Muy graciosas. Pero cuando os vayáis a trabajar pienso revolveros todos los cajones. Os pondré los sostenes en el lugar de los calcetines y las bragas en el congelador.”
Vuelvo a golpear con los nudillos. Esta vez más fuerte, mucho más fuerte.
Y entonces un grito al otro lado me produce un mini infarto de corazón.
-¡Largo de mi casa! ¡He llamado a la policía y estoy armado!
Me quedo patidifusa. Pero, pero, pero... Las palabras no me salen. Pero, pero, pero... ¿y este quién es?
-¡Que te largues de una vez, coño!
Un deslenguado. Eso es lo que es. Semejante muestra de mala educación pone fin a mi patidifusidez. Y empiezo a gritar:
-¡Soy yo la que va a llamar a la policía! ¡Ésta es la casa de mi hija! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Hay un ladrón en casa de mi hija! ¡Socorroooooooo!
La puerta se abre de golpe y aparece un tipo enorme con barba y un cuchillo en la mano. Vuelvo a gritar:
-¡Quiere matarmeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!
Más puertas se abren. Empiezan a salir los vecinos y...
...y resulta que no son los que viven en la primera planta con mi hija. Son los del segundo.
“Ay, ay, ay. ¿Qué botón pulsé en el ascensor? Ay, ay, ay. Ya la he vuelto a liar.”
-¿Está bien, doña María?
-¿Qué le pasa, doña María?
-¿Quién la quiere matar, doña María?
El hombre del cuchillo, que resulta ser un pariente de mis vecinos que ha venido a pasar las navidades, me dice:
-Lo siento mucho. No la vi bien a través de la mirilla y pensé que era usted algún drogadicto que quería robarnos.
Me deja patidifusa por segunda vez. ¿Un drogadicto? ¿Yo? ¿Un ladrón? ¿Yo? ¡Si tengo casi 85 años y voy en zapatillas de andar por casa!
“Atontado.”
Y suben mis nietas y bajan los vecinos del resto del edificio y la escalera se llena de gente en pijama y, para poner la guinda al pastel, aparece una pareja de policías.
Me agarro al brazo del agente más guapo y les digo:
-Gracias a Dios que han venido. ¿Me harían el favor de arrestar a este hombre por estupidez?

miércoles, 6 de enero de 2010

¿Se admiten reclamaciones?

Queridos Reyes Magos:
me parece que este año he sido una abuela bastante buena. No he protestado demasiado a la hora de las comidas, no he torturado demasiado a mis nietas, no he molestado demasiado a mis vecinos al poner la tele a todo volumen, y no he mentido... demasiado.
Entonces, ¿dónde demonios están los regalos que os pedí?
¿En qué casa habéis dejado mi sillón reclinable con sistema de masaje y nevera incluidos?
¿Por qué no había junto a mis zapatillas de borreguito una manta eléctrica nuevecita y unos calcetines tejidos con lana de ovejas islandesas?
¿A qué niño le habéis endosado mi suscripción anual a la revista
Saber Vivir?
¿Dónde se os ha caído mi caja de bombones
Lindor tamaño industrial?
Y lo que es más importante, ¿a quién le habéis regalado mi décimo premiado de la lotería del Niño?
¡Qué vergüenza!
No hay nada más desalentador para empezar el año que levantarse el día de Reyes y descubrir que los atontados magos de oriente se han tomado la leche y las galletas, se han pimplado una botella de ron, se han zampado tu última tableta de
Suchard, y a cambio te han dejado... ¡unas bragas! ¡Y ni siquiera unas bonitas con dibujitos! ¡No! ¡Unas bragas marrones de abuela!
¿Para qué me he molestado en escribir una carta si al final me habéis traído lo mismo de todas las navidades? No hay derecho. El año que viene echadme carbón, que al menos es dulce y se puede comer.
Gracias por nada.


Doña María

P.D. Os enviaré la factura de la limpieza de la moqueta. No pienso pagar también por los “regalitos” que me han dejado vuestros apestosos dromedarios.