Puedes tratar de enterrarlas bajo una montaña de mentiras o hundirlas en el fondo de un océano de falacias, pero más tarde o más temprano salen a la luz, y lo hacen con tal fuerza que son capaces de dejar en bragas a quien intente negarlas.
Ayer mis nietas se quedaron en bragas. Mi hija se quedó en bragas. Mi madre (que en paz descanse la pobre) se quedó en bragas. Hasta el perro y el gato se quedaron en bragas.
Porque por fin se descubrió que, en contra de la creencia popular:
¡No soy mala persona!
Yo siempre lo he sabido, claro, pero ahora tengo una prueba que lo demuestra. Una radiografía que me hicieron en contra de mi voluntad (qué vergüenza sacar fotos de una anciana desnuda) en la que puede apreciarse que tengo un gran corazón.
Uno enorme, de hecho. Tan tremendo que casi no me cabe en el pecho y apenas si lo cubre mi sostén. Lo cual significa, hijo, que no sólo soy buena sino mejor que el resto de la gente.
Por desgracia, ser muy bueno es muy malo.
Dice mi médico que algunas personas fallecen por este motivo, (ya se sabe que Dios tiene por costumbre llamar a su lado a los mejores) y que puede tener nefastas consecuencias para la salud.
Pero no es mi caso.
Yo no me voy a morir, hijo. Aún no, al menos. Al parecer mi lado puñetero ha conseguido contrarrestar los efectos negativos de mi gran corazón. Lo cual son buenas noticias para mí y malas para el resto, porque eso significa una cosa: que esta vieja pelleja seguirá dando la lata durante mucho, mucho tiempo. Y lo hará con ahínco y saña para retrasar en lo posible su viajecito al Cielo.
