lunes, 22 de febrero de 2010

10 razones para odiar a los viejos

1. Huelen raro. Como a podrido. Como a cerrado. Como a viejo. Como si mezclaras colonia de esa que viene en botes de cinco litros, con antipolillas y pis de gato.
2. Son muy feos. Y están muy arrugados. La piel les cae por todas partes, están llenos de manchas, no tienen dientes y el pelo les crece en lugares insospechados.
3. Tienen mal genio. Muy mal genio. Muy, muy, muy mal genio. Hacen siempre lo que les viene gana, no aceptan órdenes de nadie y se cabrean en cuanto les llevas la contraria.
4. Se colan en el súper. Y lo hacen sin disimular, con todo su morro, sabiendo que nadie se lo va a echar en cara porque son mayores. Y pobre del que se atreva a reprochárselo, porque lo harán parecer un desalmado.
5. Son raros. Raros, raros, raros. Se ponen bolsas de plástico en la cabeza cuando llueve, se suenan los mocos con pañuelos de tela y llevan los bolsillos llenos de cosas extrañas: clips, monedas de antes de la guerra, palillos, caramelos de caducidad sospechosa...
6. Si les cabreas te zumban con el bastón. O con el bolso. O con el andador. O con lo que tengan a mano, porque como han perdido fuerza tienen que valerse de armas alternativas. Y lo hacen con saña.
7. Repiten siempre lo mismo. Y la culpa no es del alzheimer. Lo hacen a sabiendas. Para molestar. Porque les encanta oír su voz y dar la lata. Para que te quede bien claro que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
8. Se creen muy listos. Pero no lo son. Tal vez tengan más experiencia, pero el que era tonto a los veinte lo sigue siendo a los ochenta. Y muchos que eran listos a los veinte se han idiotizado con el correr de los años.
9. Andan muy despacio. Especialmente, en las calles estrechas o cuando cruzan pasos de peatones. En esos lugares incluso pueden llegar a detenerse por completo, provocando atascos y embotellamientos.
10. Son muy aburridos. Sólo saben jugar al mus, ver telenovelas, hacer ganchillo y vigilar que los obreros de la construcción no les planten una réplica de la torre de Pisa frente a su casa.

¿Entiendes ahora por qué no quiero ir a la residencia, hijo? ¿Te imaginas qué sería de mi vida si tuviera que pasar las veinticuatro horas del día rodeada de viejos?
Yo me quedo en casa, porque mis nietas serán unas zorras pero rebosan juventud. Y dicen que todo se pega, ¿no?

domingo, 14 de febrero de 2010

Mi regalo...

... para los feos.

Para los que están en paro.

Para los desmemoriados.

Para los que se han puesto a dieta.

Para los tacaños.

Para los que son alérgicos a las flores.

Para los amantes del olor corporal.

Para los que no saben dónde comprar una tarjeta.

Para los diabéticos.

Para los que sienten fobia a los osos de peluche.

Para los poco imaginativos.

Para los que nunca han pisado El Corte Inglés.

Para los recién divorciados.

Para los que llevan cuarenta años casados.

Para los que nunca han estado enamorados.

Para todos vosotros.

Para ti, hijo, sobre todo para ti.

Me he cargado a Cupido, así que ya no hay necesidad de celebrar el estúpido día de San Valentín.

martes, 9 de febrero de 2010

El manjar de los Dioses

Antes, yo era la reina del ganchillo.
Mi casa era el paraíso de los mantelitos de ganchillo.
Mis nietas llevaban jerséis de ganchillo, calcetines de ganchillo, vestidos de ganchillo y bragas de ganchillo.
En lugar de manos, tenía una máquina bien engrasada capaz de fabricar objetos de ganchillo a una velocidad de vértigo. Me dabas un ovillo de algodón y en un periquete lo convertía en un bolso. O una sobrecama. O una funda para el sofá.
Pero luego llegó la vejez. Y la artrosis. Y la desidia. Y dejé los trabajos de costura para convertirme en una experta en telenovelas.
Siempre pensé que sería como montar en bicicleta, que mis manos sabrían qué hacer en cuanto tocaran una aguja.
Pero no. La amnesia es definitiva. Y yo necesito recuperar mis superpoderes.
¿Para qué?
Para hacer algo que nunca he hecho antes. Para tachar de mi lista “Cosas que no haré antes de morir” el punto número 17.
Ponerme un disfraz de carnaval.
Y como estamos en crisis y mi pensión no da más de sí, me lo tengo que confeccionar yo misma.
Mi nieta la emancipada quería regalarme uno. Pero la conozco y seguro que me habría comprado un traje de enfermera putón, o bombera putón, o pirata putón, o vaca putón (que ya me dirás qué clase de mente depravada puede haber diseñado un vestido semejante).
Pero ya he decidido cuál va a ser mi primer disfraz de carnaval.
Iré de huevo frito.
Sencillo, barato, sabroso. Perfecto.
Aunque si no recupero mis habilidades sobrenaturales en el venerable arte de la costura antes del sábado, tendré que conformarme con ir de tortilla francesa.
Sea como sea, no faltará una diadema con patatas fritas.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Fría y en bandeja de plata

11 días.
264 horas.
15840 minutos.
950400 segundos.
Podría seguir contando. Podría seguir poniendo ceros, pero se me ha estropeado la calculadora y usando los dedos tardaría una eternidad que no tengo.
El caso es que once días en la vida de una anciana son muuuuucho tiempo. Son como 77 días en la vida de una persona que no ha alcanzado la edad de jubilación. Porque el tiempo pasa volando mientras maduras pero, cuando te acercas al final, se estira y ralentiza y los minutos se convierten en horas y las horas en días y los días en... bueno, ya me has entendido ¿no?
Así que podría decir que han pasado un par de meses.
2 meses desde la última vez que tuviste noticias mías.
¡¡¿¿Y acaso te has preocupado por mí??!!
No, claro que no.
Ni siquiera he recibido una mísera llamada interesándote por mi bienestar. He estado once días postrada en cama, aislada del mundo, padeciendo una horrible sequedad ocular y tú ni siquiera me has mandado unas flores.
Quién sabe. A lo mejor se perdieron por el camino. Y tal vez el cartero, que me odia desde aquella vez en que le eché al perro, me robó la postal que me enviaste. Y quizá el chico de la pastelería se comió los pasteles que habías encargado para mí antes de entregármelos.
¡¡O a lo mejor lo que pasa es que eres el peor nieto de mentirijillas del mundo!!
Y pensar que llegué a soñar que te presentabas en mi piso con tu brillante armadura y derribabas mi puerta para asegurarte de que mis nietas, las de verdad, no me habían encerrado en una residencia.
La culpa es mía, claro, por dar siempre más de lo que recibo. Pero que sepas que, aunque soy una abuela y mi amor es incondicional...
¡Ésta te la guardo!
Así que vigila tus espaldas, chico, porque saltaré sobre ti cuando menos te lo esperes.
Mis venganzas siempre se sirven frías. Preferiblemente acompañadas de un buen pedazo de pastel.