miércoles, 31 de marzo de 2010

Cerrado por vacaciones



Contenido de la ENORME maleta de doña María:

1 machete
1 caja de matarratas
1 vestido negro
5 bragas
40 pañuelos bordados

(Suerte que viajo en tren, porque con semejante equipaje, en el aeropuerto me arrestan por terrorista seguro)
No me voy al Caribe con el Imserso, hijo. ¡Ya me gustaría! (Lo de rodearme de viejos no, pero lo de tirarme al sol en la playa sería estupendo. Sobre todo porque estaría muy lejos de casa y podría ponerme en bañador sin pasar vergüenza).
Me voy al pueblo a visitar a la familia y, por si te lo estás preguntando, todo lo que llevo en la maleta tiene su razón de ser.
El machete es para abrirme paso entre la maleza que se habrá apoderado del jardín de mi casa. La caja de matarratas, para las alimañas que se habrán hecho fuertes en el interior. El vestido negro, para el funeral al que tendré que asistir, porque siempre que voy al pueblo algún conocido se muere (lo cual es normal teniendo en cuenta que toda la gente que conozco es octogenaria y está mucho peor que yo). Las bragas... eso está claro, ¿no? Y los pañuelos son para regalar a mis hermanas, a mis cuñadas, a mis primas, a mis amigas... en definitiva, a todas las mujeres del pueblo que siguen con vida.
Sé que la maleta va un poco vacía, pero así tendré espacio suficiente para traerme las patatas, los pimientos, los chorizos, el tocino y las calabazas que mi familia se empeñará en regalarme porque se piensan que en la ciudad, como no tenemos huerta ni corral, no nos alimentamos.
Y con la maleta preparada, estoy haciendo la ronda de despedidas. Le he dicho adiós al sillón con la forma de mi trasero, al mando de la tele con el número 1 borrado, al perro castrado, al gato perdido, a las nietas descarriadas y me faltabas tú, hijo. El único al que voy a echar de menos. Así que...
Adiós.
Volveré dentro de once días. Si en ese tiempo surge una emergencia, ¡a mí no recurras!
Esta abuela cierra por vacaciones y se va a un pueblo perdido donde no saben qué es eso de Internet.

lunes, 22 de marzo de 2010

De melones y carretas

Acabo de darme cuenta de que hace mucho que no te doy una lección, hijo. Seguramente a estas alturas estarás asilvestrado, corriendo libre por los prados sin una mano firme que te guíe. (A saber lo que estarás haciendo con las cabras).
Pero no te preocupes, que tu abuela postiza ha vuelto dispuesta a meterte en vereda. Deja que te cuente un cuento con moraleja.

Érase una vez una muchachita a la que llamaremos... María. Nuestra protagonista tenía sólo trece años pero era una adulta en toda regla. Había superado una guerra, se encargaba de mantener una casa y criaba a sus hermanos pequeños mientras sus padres trabajaban en el campo.
Pero a la joven María le faltaba algo para ser una mujer completa. Había algo de lo que carecía que la hacía profundamente infeliz.
La pobre María no tenía tetas.
Su cuerpo no había terminado de desarrollarse y daba lo mismo mirarla por delante que por detrás. De frente, plana como una puerta. De espaldas, lisa como una tabla. De perfil, un palo de escoba.
Además, era la única de sus amigas que carecía de una buena delantera. La Jacinta hacía años que usaba sostén. A la Tomasa le habían crecido de repente dos buenos me...locotones. Y la Javiera se enorgullecía de mostrar a la menor oportunidad su bien provisto escote.
María estaba desesperada. Se miraba y remiraba en el espejo del armario echando los hombros hacia atrás e inflando los pulmones. Como si la contemplación fuera suficiente para obligar a sus renuentes pechos a crecer.
Pero no crecían.
Y no lo hicieron durante el otoño, ni tampoco durante el invierno, ni durante la primavera, ni siquiera a lo largo del verano, cuando más los necesitaba.
Hasta que un día, cuando estaba a punto de aceptar que tendría que rellenar su sostén con pañuelos durante el resto de su vida, sucedió. Pop. De la nada surgieron un par de ciruelas. Pequeñas, enanas de hecho. Pero comenzaron a crecer.
Y siguieron haciéndolo durante el otoño y durante el invierno y durante la primavera y para cuando llegó el verano, sus ciruelas habían superado el tamaño de las manzanas de la Jacinta y el de los melocotones de la Tomasa y el de las naranjas de la Javiera. Y con el tiempo se convirtieron en algo digno de aparecer en algún libro de los records.
Fue así como, después de haber esperado tanto tiempo, María se convirtió en toda una mujer y en la embajadora mundial de los melones de Villaconejos.
Fin.



Moraleja:
...
Pues ahora mismo no me acuerdo, pero sé que la tenía. Era algo relacionado con esperar y desesperar pero se me ha ido el santo al cielo. Es que me he dado cuenta de que la pobre María tal vez debería plantearse una operación de reducción de pecho porque cuando estire la pata no sé yo si le cerrará la tapa del ataúd.

domingo, 14 de marzo de 2010

Una crisis de cojones

Esta semana te he tenido muy abandonado, ¿verdad, hijo?
No sabes cuánto lo siento, pero hemos sufrido una crisis en casa y he tenido que dedicar todos mis superpoderes de abuela a solucionarla.
Al perro de mis nietas le han cortado los huevillos.
La castración fue bien (aunque yo hubiera hecho mejor uso de las tijeras porque le han dejado la bolsa vacía y le cuelga mucho y hace feo). El caso es que el chucho se ha pasado varios días tirado en un rincón con la mirada perdida y sin ningún deseo de salir de casa. Al parecer, se ha deprimido. Pero no porque le hayan podado la entrepierna. Es porque le han puesto un collar isabelino, ya sabes, una de esas tulipas de plástico para que no se chupe los puntos, y le da vergüenza salir a la calle con esas fachas y que los otros perros se rían de él.
Así que ha decidido recluirse en casa. Hemos intentado bajarle en brazos pero no ha habido forma. Se aferra con todas sus fuerzas al marco de la puerta y llora como si fueran a llevarlo al matadero. Me recuerda a mí, cuando mis nietas intentan arrastrarme al médico.
Y para más inri el gato está desaparecido en combate. En cuanto vio al perro con su nueva escafandra se dio un susto de muerte y salió corriendo como si hubiera visto al demonio. He rebuscado por debajo de las camas, en lo alto de los armarios, en el fondo de los cajones, dentro de la lavadora... pero no hay rastro de él. Sé que está vivo porque su comida desaparece, pero supongo que sale de su escondite de noche, cuando la oscuridad le impide ver la lámpara de mesa en la que se ha convertido su compañero de piso.
Si mi padre levantara la cabeza...
Él lo hubiera solucionado en un santiamén. Nada de veterinarios, nada de operaciones, nada de medicinas, ni comidas especiales, ni susurradores de perros, ni tonterías varias. Un buen garrotazo en la cabeza y problema resuelto. Ay, mi padre era un maestro con el palo: perros, gatos, conejos, gallinas, patos... (su propia madre)... Se le daba de fábula acabar con el sufrimiento de todo bicho viviente.
Pero los tiempos cambian, claro, y aquí estoy yo cuidando de este engendro de Satanás que se come mis zapatillas, me ladra cada vez que doy un paso, me tira la comida en el regazo y me llena de babas la falda y me mira como si fuera su criada. Oh, pero reconozco que no lo hago por amor al arte sino porque pienso echárselo en cara a mis nietas en el futuro.
“Yo hice de abuela/enfermera/loquera/niñera para vuestro perro y ahora os toca a vosotras hacer lo mismo por mí.”
Veremos si cuela.

martes, 2 de marzo de 2010

Oculto bajo el sostén

Las verdades impepinables acaban por imponerse, hijo.
Puedes tratar de enterrarlas bajo una montaña de mentiras o hundirlas en el fondo de un océano de falacias, pero más tarde o más temprano salen a la luz, y lo hacen con tal fuerza que son capaces de dejar en bragas a quien intente negarlas.
Ayer mis nietas se quedaron en bragas. Mi hija se quedó en bragas. Mi madre (que en paz descanse la pobre) se quedó en bragas. Hasta el perro y el gato se quedaron en bragas.
Porque por fin se descubrió que, en contra de la creencia popular:
¡No soy mala persona!
Yo siempre lo he sabido, claro, pero ahora tengo una prueba que lo demuestra. Una radiografía que me hicieron en contra de mi voluntad (qué vergüenza sacar fotos de una anciana desnuda) en la que puede apreciarse que tengo un gran corazón.
Uno enorme, de hecho. Tan tremendo que casi no me cabe en el pecho y apenas si lo cubre mi sostén. Lo cual significa, hijo, que no sólo soy buena sino mejor que el resto de la gente.
Por desgracia, ser muy bueno es muy malo.
Dice mi médico que algunas personas fallecen por este motivo, (ya se sabe que Dios tiene por costumbre llamar a su lado a los mejores) y que puede tener nefastas consecuencias para la salud.
Pero no es mi caso.
Yo no me voy a morir, hijo. Aún no, al menos. Al parecer mi lado puñetero ha conseguido contrarrestar los efectos negativos de mi gran corazón. Lo cual son buenas noticias para mí y malas para el resto, porque eso significa una cosa: que esta vieja pelleja seguirá dando la lata durante mucho, mucho tiempo. Y lo hará con ahínco y saña para retrasar en lo posible su viajecito al Cielo.