No la entendí.
Pero había una escena en la que una chica aparecía desnuda cubierta por cientos de pétalos de rosa.
Y al verla tuve una revelación.
El cielo es una pastelería.
Y el infierno una reunión de diabéticos.
De pronto entré en éxtasis e imaginé mi cuerpo arrugado y viejo refocilándose en una montaña de dulces: tartas de manzana, tartas de arroz, tartas de queso. Milhojas, relámpagos, brazos de gitano, carolinas.
Caramelos de café con leche.
Almendras garrapiñadas.
Mazapanes, turrones, magdalenas, galletas…
Flanes de huevo.
Natillas.
Arroces con leche.
¡Oooohhhh! Se me hace la boca agua.
Sí, lo confieso. Soy una adicta al dulce.
Así que he decidido que cuando muera, quiero que esparzan mis cenizas en la pastelería de El corte inglés.
Y mientras espero seguiré intentando que mis nietas me lleven todos los domingos al buffet chino para así poder zamparme siete postres.
Creo que esta noche me saltaré la cena para ir haciendo hueco para mañana.
Cómo voy a disfrutar.
(Nota: que conste que a mí el dulce no me engorda ¿eh? Y si la ropa me está un poco ajustada es porque en verano retengo mucho líquido, pero que quede claro que yo tengo la misma talla desde hace décadas. Bueno más o menos, pero ni una palabra a las hienas de mis nietas que luego se empeñan en amargarme la vida poniéndome a dieta)