viernes, 22 de enero de 2010

El rival más débil

No es ningún secreto que no me gusta ir al médico. ¿A que no, hijo?
Mis nietas pueden dar fe de lo complicado que resulta sacarme de casa cuando tengo que ir a hacerme alguna revisión. Me agarro como una lapa al sofá y tienen que tirar entre todas para conseguir soltarme. Y luego se ven obligadas a llevarme en volandas hasta la consulta porque mis pies se niegan a dar un solo paso.
Mi aversión no se debe al hecho de que el doctor que me han asignado en la Seguridad Social pasó sus años de universidad en una borrachera perpetua y no es capaz de diferenciar el corazón del bazo.
Tampoco tiene que ver con que cada vez que pongo un pie en el ambulatorio me encuentran algo y añaden una pastillita más a las que me tengo que tomar todos los días.
No me gusta ir al médico porque odio los concursos y odio perder. Y cuando tienes 84 años y te ves obligada a pasar más de diez minutos en una sala de espera puedes estar segura de que la mujer que se sienta a tu lado es una rival y de que el juego está a punto de comenzar.
Porque después del “Buenos días” de rigor se girará y me dirá:
-Yo vengo para que me miren porque me operaron de cataratas el año pasado.
Y yo me veré obligada a responder:
-Yo llevo operada ya siete años.
Y ella atacará:
-Pues a mí hace siete años me quitaron parte del colon.
Y yo me defenderé:
-Pues a mí me lo quitaron hace ya diez años (¡Mentira! ¡Mentira!).
Y ella insistirá:
-Pues yo me operé de una hernia a los cuarenta.
Y yo contraatacaré:
-Y yo de un quiste a los treinta.
Y ella me dará un golpe sorpresa:
-Pues a mí a los veintidós me tuvieron que vaciar enterita.
Y yo trataré de recuperarme:
-Y a mí a los quince estuvieron a punto de cortarme el dedo gordo del pie por una infección.
Pero ella me vencerá al decir:
-Pues yo me caí de un cuarto piso a los siete años y me rompí todos los huesos del cuerpo y me pasé varios meses en coma y casi me muero.
Y yo pensaré: “Pues es una pena que no te murieras del todo. Así me habría ahorrado toda la conversación”. Y también la derrota. Porque no se puede competir con eso. Y entraré en la consulta y el alcohólico de mi médico me dará el premio de consolación: un caramelito, un palito de madera (que dice mi nieta la emancipada que se llama depresor lingual) y cuatro nuevas pastillas más.
El martes tengo cita pero no pienso ir. Ya me estoy afilando las uñas para conseguir una mayor sujeción al cojín del sofá.

miércoles, 13 de enero de 2010

Toc, toc, toc...

Alguien dijo una vez: “El número de tontos es infinito”.
No sé si fue Cervantes o Dios. Tal vez fui yo, pero el caso, hijo, es que a esa frase, para convertirla en una verdad absoluta, habría que añadirle: “Y la gran mayoría vive en el mismo edificio que doña María”.
Te lo demostraré.
8:30 de la mañana.
Salgo de casa. Cojo el ascensor. Me miro en el espejo y me doy cuenta de que se me ha olvidado peinarme. Con una mano me atuso el cabello y con la otra pulso el botón. Antes de conseguir domar la cresta que me ha salido en la cabeza, llego a mi destino y me bajo.
Me planto frente a la puerta de mi hija y llamo con los nudillos.
No me abre nadie.
“Demonios. Ya están fingiendo otra vez que están dormidas.”
Meto la llave en la cerradura pero no consigo hacerla girar.
Oigo movimiento tras la puerta, pero mis nietas siguen sin abrir.
“Muy graciosas. Pero cuando os vayáis a trabajar pienso revolveros todos los cajones. Os pondré los sostenes en el lugar de los calcetines y las bragas en el congelador.”
Vuelvo a golpear con los nudillos. Esta vez más fuerte, mucho más fuerte.
Y entonces un grito al otro lado me produce un mini infarto de corazón.
-¡Largo de mi casa! ¡He llamado a la policía y estoy armado!
Me quedo patidifusa. Pero, pero, pero... Las palabras no me salen. Pero, pero, pero... ¿y este quién es?
-¡Que te largues de una vez, coño!
Un deslenguado. Eso es lo que es. Semejante muestra de mala educación pone fin a mi patidifusidez. Y empiezo a gritar:
-¡Soy yo la que va a llamar a la policía! ¡Ésta es la casa de mi hija! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Hay un ladrón en casa de mi hija! ¡Socorroooooooo!
La puerta se abre de golpe y aparece un tipo enorme con barba y un cuchillo en la mano. Vuelvo a gritar:
-¡Quiere matarmeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!
Más puertas se abren. Empiezan a salir los vecinos y...
...y resulta que no son los que viven en la primera planta con mi hija. Son los del segundo.
“Ay, ay, ay. ¿Qué botón pulsé en el ascensor? Ay, ay, ay. Ya la he vuelto a liar.”
-¿Está bien, doña María?
-¿Qué le pasa, doña María?
-¿Quién la quiere matar, doña María?
El hombre del cuchillo, que resulta ser un pariente de mis vecinos que ha venido a pasar las navidades, me dice:
-Lo siento mucho. No la vi bien a través de la mirilla y pensé que era usted algún drogadicto que quería robarnos.
Me deja patidifusa por segunda vez. ¿Un drogadicto? ¿Yo? ¿Un ladrón? ¿Yo? ¡Si tengo casi 85 años y voy en zapatillas de andar por casa!
“Atontado.”
Y suben mis nietas y bajan los vecinos del resto del edificio y la escalera se llena de gente en pijama y, para poner la guinda al pastel, aparece una pareja de policías.
Me agarro al brazo del agente más guapo y les digo:
-Gracias a Dios que han venido. ¿Me harían el favor de arrestar a este hombre por estupidez?

miércoles, 6 de enero de 2010

¿Se admiten reclamaciones?

Queridos Reyes Magos:
me parece que este año he sido una abuela bastante buena. No he protestado demasiado a la hora de las comidas, no he torturado demasiado a mis nietas, no he molestado demasiado a mis vecinos al poner la tele a todo volumen, y no he mentido... demasiado.
Entonces, ¿dónde demonios están los regalos que os pedí?
¿En qué casa habéis dejado mi sillón reclinable con sistema de masaje y nevera incluidos?
¿Por qué no había junto a mis zapatillas de borreguito una manta eléctrica nuevecita y unos calcetines tejidos con lana de ovejas islandesas?
¿A qué niño le habéis endosado mi suscripción anual a la revista
Saber Vivir?
¿Dónde se os ha caído mi caja de bombones
Lindor tamaño industrial?
Y lo que es más importante, ¿a quién le habéis regalado mi décimo premiado de la lotería del Niño?
¡Qué vergüenza!
No hay nada más desalentador para empezar el año que levantarse el día de Reyes y descubrir que los atontados magos de oriente se han tomado la leche y las galletas, se han pimplado una botella de ron, se han zampado tu última tableta de
Suchard, y a cambio te han dejado... ¡unas bragas! ¡Y ni siquiera unas bonitas con dibujitos! ¡No! ¡Unas bragas marrones de abuela!
¿Para qué me he molestado en escribir una carta si al final me habéis traído lo mismo de todas las navidades? No hay derecho. El año que viene echadme carbón, que al menos es dulce y se puede comer.
Gracias por nada.


Doña María

P.D. Os enviaré la factura de la limpieza de la moqueta. No pienso pagar también por los “regalitos” que me han dejado vuestros apestosos dromedarios.

jueves, 31 de diciembre de 2009

Y para terminar el año...

Las he matado a todas, hijo.
A las tres.
Primero a la empresaria.
Luego a la licenciada.
Finalmente a la emancipada.
Ellas sabían que era algo inevitable. Tarde o temprano tenía que suceder y no podía posponerlo por más tiempo. Aún así, alguna ha intentado defenderse, pero todo ha sido en vano.
Deberías haber visto la cara de mi nieta la licenciada mientras lo hacía. Asesina, me ha llamado. Ni siquiera eso me ha detenido. No he mostrado piedad. Me he remangado y he hecho lo que tenía que hacer.
¿Quieres conocer los detalles escabrosos, hijo? ¿Quieres que te cuente qué método he empleado? Pues el de toda la vida. Primero las he medio asfixiado con una bolsa de plástico y luego las he introducido en una olla con sal y agua hirviendo.
Primero a la centolla empresaria.
Luego a la centolla licenciada.
Finalmente a la centolla emancipada.
Trece minutos después ya estaba todas muertas.
Y como las bobas de mis nietas, las de verdad, van de vegetarianas por la vida y no comen bichos a los que hayan puesto nombre, (razón por la cual he bautizado a las centollas antes de echarlas a la cazuela) esta noche me las cenaré yo solita.
¡Lo que voy a disfrutar machacándolas con el martillo, arrancándoles las patas y destrozándoles la cabeza!
Mmmmm… ¡qué rica me va a saber esta pequeña venganza!

¡Feliz año nuevo a los que aún seguimos vivos!

martes, 22 de diciembre de 2009

Nunca llueve a gusto de todos

Las navidades son un buen momento para el recuerdo, hijo.
Hoy, por ejemplo, yo me he acordado de mucha gente.
De Amaia, mi peluquera, que insiste en raparme la cabeza para que se me vean bien estas orejas de soplillo que Dios me ha dado.
De José, el pollero, que se piensa que soy tonta, y no sé diferenciar una gallina vieja de un buen capón.
De Gorka, el nieto de mi vecina la del quinto, que es un delincuente, y tiene previsto irse de viaje de estudios a Grecia para liarla parda.
De Pablo, mi callista, que me deja baldada cada vez que echa mano de mis pies.
Y de Mari Puri, la frutera, que en cuanto me despisto me mete alguna manzana podrida en la cesta de la compra.
Me he acordado de ellos y de muchos más. Y también me he acordado de sus padres, de sus madres, de sus hijos, tíos, sobrinos y demás familia...
...y de todos sus muertos.
¿Por qué?
Porque me vendieron lotería.
Y no me ha tocado nada.
Nada.
Cero.
Nada.
Ni El Gordo, ni el segundo premio, ni el tercero, ni el cuarto, ni el quinto, ni terminación, ni reintegro, ni pedrea. Ni un mísero real.
Toda la mañana con la cantinela de los niños de San Ildefonso, con todos los papelitos esparcidos por el suelo de la sala, comprobándolos uno a uno, con el corazón acelerado, dando botes cada vez que decían un número que se parecía a alguno de los míos... pero nada.
Así que hoy, hijo, si me preguntas cómo estoy te diré que “jodida y muy poco contenta”.
¡Yo no quiero salud! ¡Yo lo que quiero es que me toque El Gordo!
Por una vez, demonios, por una vez. Para saber lo que siente, salir en la tele y poder morirme siendo una mujer muy, muy rica.
Pero aquí sigo. Pobre de solemnidad.
Y para más inri, mi nieta la empresaria ha llegado a casa dando saltos de alegría. Tiene una participación terminada en 94. Ya sabes lo que dicen, hijo: "Todos los tontos tienen suerte". Pero el caso es que le han tocado 60 euros, es decir, 60 más que a mí. Y la muy rácana, ni siquiera ha traído unos pastales para celebrarlo.
¡Odio la lotería y odio la Navidad!

lunes, 14 de diciembre de 2009

¿Fun, fun, fun o pum, pum, pum?

Sí, ya me he enterado.
Ha llegado la Navidad.
Me ha costado, hijo, no creas.
Sé que debería haberme dado cuenta antes. Sobre todo después de encontrar —por casualidad, no es que yo anduviera fisgoneando— una tableta de turrón de Suchard que estaba oculta en el fondo de un armario de la cocina, detrás de las lentejas (y de la que, tal vez, sólo queda el envoltorio).
Pero últimamente he andado un poco distraída (con el tema de la penitencia y la ristra de rosarios que he tenido que rezar). Y el indicio definitivo, lo que me ha hecho caer en la cuenta de que otra vez había llegado la pandemia navideña, ha sido un sonido estridente en el piso de arriba, como si una manada de elefantes huyera en estampida.
No, mi vecina no ha convertido su casa en un Belén viviente ambientado en la sabana africana.
La cuestión es que, como cada año, sus nietas han venido para pasar las fiestas.
Y si las mías son un dolor de muelas, las suyas son la encarnación del demonio.
Desde las nueve de la mañana hasta las once de la noche se pasan el día saltando, arrastrando sillas, lanzando cosas al suelo, derramando botes de canicas y corriendo como si las persiguiera el hombre del saco.
Mi nieta la empresaria dice que no debería quejarme. Dice que “sólo son niñas”.
Mentira. Son un instrumento de Dios para castigarme por mis pecados.
Ya no puedo ver la telenovela tranquila porque los ruidos que salen de esa casa son insoportables. Hasta he pensado llamar a los servicios sociales para que les hagan una visita porque su comportamiento no es normal. ¡Es que están asilvestradas!
Pero he encontrado una solución menos agresiva.
Ahora me siento en el sofá con una escoba al lado. Y cada vez que hacen ruido golpeo el techo con fuerza.
Lo bueno es que eso parece calmarlas y me da un respiro hasta su próximo ataque histérico. Lo malo es que he abierto un agujero en la escayola y mi hija se ha puesto hecha un basilisco y ha dicho que el arreglo saldrá de mi pensión.
Así que...
¡Odio a las nietas del prójimo y odio la Navidad!
(Va a ser verdad lo que dice mi nieta la licenciada. En estas fechas, y con la iluminación adecuada, me parezco bastante al Grinch)

domingo, 6 de diciembre de 2009

Esqueletos en el armario

-Perdóneme, padre, porque he pecado.
-¿Otra vez por aquí, doña María? ¿No nos vimos la semana pasada?
-¿Sí? No lo recuerdo. ¿Acaso lleva usted un registro?
-Lo llevo. ¿Y qué ha hecho esta vez?
-He ocultado la verdad.
-Ya veo. ¿Como cuando no le dijo a su nieta la empresaria que habían llamado del banco y estuvieron a punto de embargarle la casa?
-Peor.
-¿Como cuando no le dijo a su nieta la licenciada que habían adelantado la hora de su entrevista de trabajo, porque estaba enfadada con ella por haberla obligado a comer lentejas?
-Peor.
-¿Como cuando no le dijo a su nieta la emancipada que había un piso de alquiler muy barato cerca de su casa para que se fuera a vivir bien lejos de usted?
-Peor, padre, peor.
-Pues no sé si habrá penitencia para nada peor, doña María. ¿Qué es lo que ha hecho?
-He fingido ser una abuela de verdad.
-¿Cómo?
-Pues verá, padre. Resulta que un día se me ocurrió crear un blog para dejar constancia de mi paso por este mundo y lamentarme amargamente de las perrerías que me hacen mis nietas. Pero puede que, tal vez, por casualidad, de forma accidental y sin ninguna premeditación, se me olvidara mencionar que no soy una persona de carne y hueso.
-Ay, doña María, doña María. Es usted incorregible. ¿Y no se le ocurrió pensar que alguno de sus lectores podría creer que era usted real?
-La verdad es que no, padre. Ni se me pasó por la cabeza. Yo sólo quería llenar un vacío. ¿Sabe usted que mis nietas se criaron en una cultura sin abuelos? Le diré cuáles fueron sus referentes: el abuelo de Heidi (que se pasaba todo el día solo en la montaña… con las ovejas), la abuela de Caperucita (que se hacía la enferma y obligaba a su pobre nieta a adentrarse sola en un bosque plagado de animales salvajes) y el abuelo de los Simpsons (que… era el abuelo de los Simpsons). Alguien tenía que asumir la tarea de dar ejemplo a nuestros jóvenes, padre.
-Muy loable por su parte. Pero la cuestión es: ¿está arrepentida?
-Sí, padre, mucho. Mucho, mucho, mucho. Tanto que incluso he pensado en mi castigo. ¿Le parece justo que rece diez rosarios y además haga una sustanciosa donación a la parroquia?
-Me parece justo. Pero además, tendrá que “salir del armario”.
-¿Padre?
-Confesar, doña María, confesar. Ya sabe, algo como: “Sólo soy una abuela de papel. Si me pinchas no sangro, si me haces cosquillas no río, si me envenenas no muero, si me ofendes…”
-… si me ofenden encontraré la forma de vengarme, padre. Por muy de mentiras que sea.
-¿Ya está pensando en nuevas formas de pecar?
-No, padre, no. Una y no más, se lo juro por Dios.
-¡Eso es una blasfemia!
-¡Mil disculpas! Añadiré otro rosario a mi penitencia. Pero, padre, ¿cree…?
-¿Qué?
-¿Cree que me perdonarán?
-Sólo el Señor lo sabe, doña María. Aunque debería prepararse. Por si deciden todos enviarla al Infierno.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Vestida para la Muerte

No tengo nada que ponerme.
Lo he comprobado, hijo. Llevo cuatro días abriendo armarios, vaciando cajones, rebuscando bajo las camas y entre los kilos y kilos de basura que he ido acumulando a lo largo de los años en la buhardilla de mi casa.
Resultado:
Prendas que ponerme: 0 – Huesos doloridos: todos.
Me he probado faldas largas y faldas cortas, camisas de verano y camisas de invierno, pantalones y bermudas, abrigos de lana, de piel de vaca y de piel de conejo. Me he puesto zapatos de tacón, zapatillas de estar por casa, chancletas y hasta deportivas. He encontrado trajes apolillados de los años 40, 50, 60, 70, 80 y 90. He descubierto que mi traje de novia ha encogido una barbaridad con el paso de los años y que, a mi edad, no luzco muy hermosa llevando una camisa con chorreras, unos pantalones con pata de elefante y unos zapatos de plataforma.
En definitiva:
QUE-NO-TENGO-NADA-QUE-PONERME.
A ver, entiéndeme, no es que ahora mismo vaya desnuda por la casa con el frío que hace. Tengo ropa, claro que sí, ropa que me cabe y ropa que, ejem, me está un pelín justa. La cuestión es que no tengo nada que ponerme…
…para cuando me muera.
Sí, hijo, sí. Estoy eligiendo mi mortaja.
No te preocupes, no me voy a morir. Estoy más sana que una lechuga y ya sabes eso que dicen sobre la mala hierba. Lo que pasa es que me he dado cuenta de que si no elijo yo la ropa con la que quiero que me entierren, lo harán mis nietas.
¡Y no pienso presentarme en el otro barrio ataviada con un vestido rosa de muselina lleno de lazos y volantes!
Que las conozco, y seguro que ya están maquinando su última venganza.
De todas formas, esperaré a las rebajas de enero para ir de compras, porque no está la cosa como para derrochar el dinero.
¿Sabes lo único que no me falta, hijo? La ropa interior. Porque ya me lo dijo mi madre (que en paz descanse):
“Hagas lo que hagas, ponte bragas”.
Y hace tiempo que tengo unas reservadas para la ocasión.