miércoles, 29 de abril de 2009

Lobos con piel de oveja

Mi enemigo se llama Lucifer.
Sí, hijo, sí. Como el maligno.
Y al igual que Él se presenta bajo una apariencia hermosa capaz de embaucar a los incautos. Pero yo no tengo un pelo de tonta y a mí este cabrón no me engaña. ¡Faltaría más!
Trata de hipnotizarme con sus enormes ojos verdes, con esa mirada inocente, limpia y curiosa. Casi puedo oírle susurrar:
‹‹Mírame. ¿A que soy mono?››
‹‹Dame de comer. ¿No ves lo tierno que resulto con esta pinta de peluche que tengo?››
‹‹Acaríciame, ráscame la panza. Sé que lo estás deseando y yo también. Rrrrrrrrrrrrrrrrrrrr….››
Mis nietas le llaman ‹‹Cuqui››, ‹‹Luci››, ‹‹minino››.
Sí. ‹‹Lindo gatito››. Y un cuerno.
Es un bicho inmundo. Pero yo le conozco. Vamos si le conozco, como si lo hubiera parido. Porque en cuanto me descuido el muy ladino me la juega.
El otro día estaba viendo (sufriendo más bien) Saber Vivir en la tele y me levanté de mi sillón para orinar (sí hijo, no te me sonrojes, tarde o temprano todos tenemos que mear). Después del esfuerzo de ponerme en pie, de sentarme en el váter y volver a levantarme (qué duro es llegar a viejo) regreso a mi sofá y ahí estaba él. Repantingado panza arriba en mi sitio, dormido como si llevara allí dos horas y no dos minutos. Le empujo para tirarlo al suelo, y el muy perro se restriega contra la tela como si fuera una croqueta y cuando le doy más fuerte se aferra con las uñas y se pone a maullar. ‹‹No me tires, no me tires, que soy muy mono››. Pero yo sé que lo está diciendo es ‹‹Me las pagarás, vieja chocha››.
Y lo pago. Porque después en venganza, el muy cerdo me deja un regalito de caca apestosa justo al lado de su cajón de arena (lo dejo allí para mis nietas, no estoy yo como para agacharme y no poder volver a ponerme tiesa jamás). Y encima es un rencoroso. Se queda dormido encima de mis zapatos y me los deforma por completo. Se tira sobre la ropa recién lavada y me la deja llena de pelos. Mete su cabeza de pigmeo en mi vaso de leche mientras me giro para echarme un poco de café y se lo bebe entero.
Es un hijo de Lucifer.
Pero no importa.
Durante la guerra en mi casa comíamos gato. Se parecía al conejo.
Así que como el ‹‹Cuqui›› me siga fastidiando terminará en el horno.
Total, no sería la primera mascota de mis nietas que se convierte en la cena.

jueves, 23 de abril de 2009

Una marmota. Dos marmotas. Tres marmotas...

Te voy a contar un secreto.
Todos los viejos somos un poco cabrones. Sí, hijo, sí. Lo que has leído. Con todas sus letras.
C-A-B-R-O-N-E-S.
Por algo dicen que la vejez es una segunda infancia. ¿Conoces algo peor que un niño de cuatro años con una rabieta? ¿Uno de esos críos gritones que se tiran al suelo y patalean porque su madre no les quiere comprar una videoconsola de última generación?
Pues los viejos somos igual. Salvo que nosotros no nos tiramos al suelo por temor a no ser capaces de levantarnos jamás.
Por supuesto, tantos años de vida nos han capacitado para utilizar métodos más sofisticados. Por ejemplo, la guerra psicológica. (Y no, hijo, por muchas películas que hayas visto, no la inventaron los americanos. Te aseguro que existe desde el inicio de los tiempos. Me apuesto la pensión del mes que viene a que Eva la usaba contra Adán. Y no viceversa, porque reconócelo, los hombres no sois muy espabilados).


Mi método es muy simple. Cuando una de mis nietas me cambia de canal para ver una de esas series que tanto les gustan (una con mucho sexo, mucha violencia y poca moral) pongo en práctica lo que me gusta denominar como: “El día de la marmota”.
Presta atención:
—¿A qué hora viene tu madre? —pregunto.
—A las seis y media.
Asiento, espero cinco minutos y vuelvo a preguntar:
—¿Dónde está tu hermana?
—Trabajando.
Otros cinco minutos, y cuando me parece que va a pasar algo interesante en la serie le digo:
—No puedo ni abrir los ojos —Me los froto con un pañuelo—. ¿No tienes gotas?
Mi nieta me lanza una mirada matadora pero se levanta para echarme un colirio normal y corriente. Por supuesto, yo hago todo lo posible porque no caiga una sola gota dentro.
—Abuela, no aprietes los párpados.
—Ya te he dicho que no puedo ni abrir los ojos.
Ella bufa. Se pierde un buen trozo de su serie. Y a los cinco minutos vuelvo a preguntar:
—¿A qué hora viene tu madre?
—Te he dicho que a las seis y media.
Otros cinco minutos después:
—Tú madre vendrá a las seis y media ¿no?
—Que sí abuela, que no me dejas escuchar la tele.
—¿Esto es La Primera?
—No. Es Cuatro.
—A mí me gusta La Primera.
—Y a mí me gusta esta serie.
—No dan más que violencia en la televisión. Oye, hija, ¿no tienes gotas para los ojos? Es que no puedo ni abrirlos.
—Te acabo de echar gotas abuela.
—Pues no me han hecho nada de nada. ¿A qué hora viene tu madre?
Y continúo así hasta que mi nieta se pone hecha un basilisco o la serie se termina y se larga cabreada a leer un libro. (No sin antes haberme puesto de nuevo la tele en La Primera que, al fin y al cabo, era lo que yo quería).

¿Cómo es el refrán de la vejez y el demonio?
Ya me acuerdo:
‹‹Todos los viejos somos unos diablos.››
¿A que ahora ves a tu dulce abuelita con otros ojos?

lunes, 20 de abril de 2009

El que se pica, ajos come

Pesa sobre mí una acusación de libelo.
Increíble. Intolerable. Absurdo.
Te pongo la definición de la RAE por si no sabes de lo que estoy hablando (y por si acaso te digo también que la RAE es la Real Academia Española de la Lengua, ya sabes, esos meapilas que deciden que whisky se escriba güisqui y que el CD sea el cedé): “Escrito en que se denigra o infama a alguien o algo”.
¿No es lo más ridículo que has oído en tu vida?
Que considere que todas las obras de la literatura universal son pura bazofia no es libelo, es una opinión personal.
Que asegure que mi nieta la pequeña es una zorra no es una infamia, es la constatación de un hecho científicamente demostrable.
Deberías ver cómo se viste, hijo. O cómo no se viste.
No entiendo la obsesión de las jovencitas de hoy en día por emular la moda de las profesionales del sexo. De las putas. Las rameras. Las fulanas. Meretrices. Cortesanas. Mesalinas. Hetairas. Lumis. Pelanduscas. (Oh, cómo me gusta esta palabra en particular).
Esas botas de tacón hasta la rodilla.
Esas falditas minúsculas semejantes a un cinturón.
Esas camisetas ajustadísimas que con un poco de suerte, y si no se mueven mucho, les cubren los pezones. (Bien marcados, por cierto, demostrando que las mujeres ya no llevan sostén).
Esos tirachinas que son una evolución aberrante de unas buenas bragas de algodón y que no cubren lo que tienen que cubrir.
Qué vergüenza.
¡Cochinas!
Pero me apuesto la pensión (no te emociones, porque es una birria) a que a ti se te cae la baba cada vez que ves una jovencita con semejante facha (sí, sí, como la tetona, no te creas que me he olvidado).
Lección del día, hijo: “Dios tiene una caña muy larga que a todas partes alcanza”.
Ya te gustaría a ti tener una de esas ¿eh?

sábado, 18 de abril de 2009

Tatuajes en la cara


Me he caído.
De morros.
Al suelo.
Qué le voy a hacer si soy vieja y mis reflejos ya no son lo que eran. (Aunque debo reconocer que nunca he tenido una gran inclinación por la actividad física y siempre he sido bastante patosa).
Me he roto la nariz.
Una fisura. Nada grave pero bastante antiestético. Estoy convencida de que si fuera a la policía y denunciara malos tratos por parte de mis nietas nadie lo pondría en duda. Ventajas de que hoy en día los jóvenes seáis todos unos cafres sinvergüenzas.
Me caigo bastante.
Y como no me da tiempo a reaccionar, siempre es mi cara la que primero toca el suelo. (Por fortuna hace tiempo que perdí todos mis dientes, salvo un par de ellos que se resisten a abandonar mis encías y que me sirven lo mismo para cortar, desgarrar y triturar).
La última vez fue en un restaurante nada más entrar. Nos invitaron a los cafés. Mi nieta la pequeña dice que podríamos hacer negocio si me tiro en plancha cada vez que salgamos a comer. Será zorra. Aunque la idea no es mala del todo. Total, puestos a darse un buen porrazo hay que saber sacar algo bueno del asunto.
Hoy me he caído por culpa de una manguera que había en mitad de la calle. Salía de un camión de gasóleo. Me he fijado en el nombre. Que tiemble la petrolera porque este moratón que me decora la cara les va a salir bien caro.
Mi médico dice que debería usar bastón.
Y un cuerno. Eso es para viejos chochos. Lo que me faltaba. Si transijo en ese punto pronto querrán meterme en una residencia. Antes muerta que dejar que mi nieta la licenciada se quede con mi piso.
Prefiero continuar con el tatuaje de la baldosa de Bilbao en la cara.
No queda tan mal.

miércoles, 15 de abril de 2009

Olvídate de la cría de cuervos

Dice mi nieta, la que ha ido a la universidad, que no puedo dirigirme sólo a hombres jóvenes obsesionados con el sexo. Que las mujeres también leen. Que de hecho leen mucho más que esos (palabras textuales) “estúpidos representantes del género masculino que no son más que una panda de analfabetos con aires de grandeza que disfrutan oprimiendo a las mujeres”.
Me pregunto si será lesbiana.
O si pertenecerá al grupo de los necios de solemnidad.
Porque a la luz de semejante afirmación está claro que los quince años de colegio de monjas y los siete años de universidad privada no le han servido para nada.
Ha debido salir a su padre. Desde luego en los genes de mi hija no iba incluida la estupidez. Tal vez un poco de calvicie, tendencia a la obesidad e hipertensión arterial, pero en mi casa nunca hemos sido tan tontos.
Se le ha puesto la cara roja y le ha empezado a palpitar una vena en la frente. La imagen arquetípica de la feminista a punto de cortarle los cojones a un hombre que ha osado cederle el asiento en el autobús.
Yo solo podía pensar que si le daba un infarto se iba a morir sobre la moqueta porque no soy capaz de diferenciar el teléfono inalámbrico del mando a distancia. (Vamos, si una vez puse una conferencia con China intentando cambiar de canal. Que la verdad, no entiendo por qué hoy en día todos los cacharros son iguales).
Ha dicho que mi blog era sexista y yo una misógina.
¡Ja!
Le he dicho que está desheredada.
Me ha respondido que como soy viuda la mitad de mi patrimonio pertenece a mi hija y que cuando su madre estire la pata ella será dueña de un sexto de mi piso.
Pues no era tan tonta la niña.
Lección del día: “Cría cuervos, cámbiales los pañales, téjeles preciosas bragas de ganchillo, ponles la merienda, llévalos al parque… y muchos años después pondrán una televisión gigante en tu salita de estar”.

Pues eso, hijo, que yo a lo mío. ¿Qué tal te fue con la tetona?

martes, 14 de abril de 2009

Por qué los necios son necios y los genios... genios

Te voy a dar una lección.
Igual no es eso lo que estabas esperando, pero me importa un bledo. Y te diré por qué: soy vieja y me quedan dos telediarios. Así que si me da la gana darte una lección lo menos que puedes hacer es fingir interés.
Me trae sin cuidado si mientras hablo te dedicas a pensar en la chica que conociste en la discoteca la otra noche. Sí, sí, esa. La que tenía dos tetas que tiraban como dos carretas. Tú sólo asiente, intercala algún "ajá" y al final suelta un: "Es usted genio".
Porque lo soy.
Una muestra.
La típica pregunta:
"—¿Cómo se encuentra hoy, doña María?"
Mi típica respuesta:
"—Jodida y contenta."
Y con esas tres palabritas resumo mi filosofía de vida. ¿No es esa una prueba de genialidad? ¿Sintetizar una verdad como un templo en un pensamiento mínimo que puedan comprender hasta los más idiotas?
Te lo explico (por si acaso perteneces a ese exquisito grupo formado por necios de solemnidad. O sea, muy necios).
Jodida porque tengo 84 años. Y cuando llegues a mi edad sabrás lo jodido que puede estar uno después de haber vivido tanto tiempo.
Contenta porque tengo 84 años. Y sigo contando. Vete a saber si tú conseguirás llegar tan lejos.
¿Ves como soy un genio? Los jóvenes de hoy en día sois unos descreídos, además de unos sinvergüenzas, pero eso no viene a cuento.
Fin de la primera lección. ¿Que no te has enterado?
Tengo 84 años y tengo un blog.
¿Ahora sí? Venga, hijo, suelta tu frase y continúa tu camino. Sigue pensando en cómo conseguirás engañar a la tetona esa para meterla en tu cama. (Desde ya te digo que lo tienes muy crudo. Inténtalo mejor con una fea).
Sé que volverás.
Aquí te espero.